sábado, 10 de agosto de 2013


Para esa hora mis piernas eran dos dunas de la costa, ardiendo y en pleno movimiento parecían trasladarse para formar bajo otra duna una sombra, acallando cualquier sentimiento tórrido. Esa acumulación no fue más que un brazo sobre otro brazo, un cuello sobre algunos dedos, la ausencia de culpa sobre el deseo.

El cuarto como un desierto nos recibía asolado de previos olores y recuerdos. Allá afuera los faros de los carros nos observaban en la oscuridad, los postes nacían o se hacían visibles con la falta de presencia humana, quizás escondidos taxistas aplastados en el asiento con la modorra de un día pesado no levantarían nunca la mano o la voz para alejarnos de nuestro rumbo, llevarnos a esa hora al sitio incorrecto.

Luces de Neón parpadeando, tras las puertas de vidrio un invisible anfitrión y un silencio solemne nos presidía. Quizás lo inventamos todo, quizás, los taxistas durmientes, los pequeños ojos de la ciudad y el mismo Perú no era más que un elemento ilusorio. Una serie de excusas para terminar ahí, de cualquier modo devorados por un desconocido escenario.

(Es probable que lo que piense ahora ya solo provenga de mis lecturas, de un deseo desaborido, de mi reticencia ante todo incluso ante el recuerdo de ese día. Sonreíste al ver mi cuerpo, yo también observaba el tuyo ahora pienso en tus personajes en especial en uno, ahora yo sonrío).

Ya en el transcurso la noche nos ingirió calmo. Tus manos buscaban mi vientre por cuestiones climáticas, no solo tus manos y no solo mi vientre. Mi falta de sueño parecía prolongarse sin mayor fastidio. No nos dimos cuenta de la ventana hasta el amanecer sin embargo su hermetismo no nos impidió escucharla respirar durante toda la noche. Nos abrazamos como dos cuerpos que se requieren más allá del deseo y la soledad.

A la mañana siguiente esta se dejó ver junto al temor y la vergüenza. Un beso pobló mi nuca, por las cortinas comenzaba a filtrar la luz.

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